Portada segundo número de la revista

Número 2

Contenido

Correo del lector

Yuldama el joven conquistador

Entrevista profesor Guzmán

Fresno: un centro cultural en el corazón de Colombia

Homenaje a Anibal Henao

Claudia López, de los Andes al Himalaya

Herveo, un embrujo entre montañas

Mirando al pasado

Un cultivo promisorio

Betania, una vereda con historia

Crónica social

Cargueros, arrias y caminos

Personaje

De los Andes al Himalaya

Por: CLAUDIA LÓPEZ

Desperté con el sonido de cochecitos jalados por personas y de voces ininteligibles de vendedores callejeros. Me demoré unos minutos en darme cuenta de dónde estaba... Después de viajar durante tres días, cambiando de aviones y de latitudes, el Valle de Katmandú fue el paisaje en donde mis sueños secretos comenzaron a tomar forma. Cerré los ojos y dibujé e1 mapamundi en mi cabeza. ¡No podía creerlo! Me puse ropa cómoda y salí a las calles de Katmandú, capital de Nepal, país que alberga las montañas más altas del mundo, ubicadas en la cordillera del Himalaya. Me las arreglé para llegar a Thamel, el centro de la ciudad, donde los escaladores de todas partes del mundo empiezan sus expediciones. A mis 37 años había leído tantas cosas, que el sólo hecho de estar allí me hizo sentir parte de la historia del alpinismo. Thamel me pareció ruidoso, con montones de personas de arriba para abajo en las calles, lleno de pequeños taxis manejados frenéticamente, de bicicletas, turistas e infinidad de colores y olores. De cierta manera me sentí en casa, había una sensación familiar... quizás por los años de expectativa.

Empecé a escalar en Colombia, al comienzo de los noventa, guiada por la tenacidad y fortaleza de mi tía María Victoria Gutiérrez. No me tomó mucho tiempo reconocer que también quería llegar a glaciares y montañas, acercándome a ellos con el mismo respeto, disciplina y devoción que ella me enseñó. Me trasladé a los Estados Unidos y dejé de lado mis empeños alpinistas mientras me dedicaba a desarrollar mi carrera en fotografía. Los primeros años en Atlanta los dediqué a iniciar in¡ negocio y sólo podía escalar rocas. Mi cuerpo se fortaleció y mis técnicas mejoraron drásticamente bajo la guía del escalador checo Petr Hajek, sin embargo las grandes montañas y los glaciares eran los lugares en los cuales anhelaba estar.

Al final de los noventa tuve la posibilidad de ir a los glaciares de 'North Cascades' en el estado de Washington. Ese fue mi primer viaje de alpinismo después de un largo lapso. Mi sed por escalar grandes alturas evolucionó y me llevó a muchas partes, desde Alaska hasta Nueva Zelanda y a Europa. Mientras escalaba en las afueras de Chamonix, en Francia, vi las rutas en los Alpes que han hecho historia. Rutas escaladas por hombres y mujeres de todas partes del mundo. Me encontraba en la mitad de los más majestuosos Aiguilles, y sentí el espíritu de mi tía, quien había muerto en un accidente de escalada pocos años antes, envolviéndome completamente. Supe, entonces, que ella me acompañaría siempre a las cimas de mis sueños con el alpinismo.

En Katmandú fui una peregrina visitando los templos Budistas, con la misma devoción con la que visitaba los cafés en donde los alpinistas se congregan a hablar acerca de sus próximas escaladas o sobre sus retornos épicos. Reconocí muchos de los rostros y nombres porque los había visto o leído en las revistas de escalada que con mucho cuidado colecciono. Llegué tres días antes que mis compañeros de expedición con la intención de, pasar algún tiempo en la ciudad, para recuperarme del desfase horario y para absorber un poco la cultura. El propósito de mi viaje era escalar el Ama Dablam. Una montaña de 6856 metros, conocida por su riesgo y por su dificultad técnica. Una de las más bellas y codiciadas escaladas en la región del Himalaya. Su nombre significa 'Madre y su collar de perlas', pues su forma alude a una mujer con los brazos abiertos.

Desconocido para mi era el hecho de que ninguna mujer latinoamericana había estado en su cumbre. Cuando decidí escalar este pico mi motivación fue alentada por el deseo de retarme en una montaña que fuera bella, técnica, arriesgada, alta; pero más que cualquier cosa, me impulsaba la idea de que estaba siguiendo mis sueños. Durante casi un año me preparé para la escalada entrenando tanto mi cuerpo como mi mente para los rigores de la tarea que me esperaba. Vivir en Atlanta no me permitía preparar mi cuerpo para la altura. Por eso allí mi entrenamiento se concentró en la preparación cardiovascular montando bicicleta de una sola velocidad en una pista durante varias horas, y levantando pesas diariamente.

Luego decidí viajar a Breckenridge, Colorado, cada seis semanas, en donde podía realizar caminatas ascendiendo 1000 metros cargando un morral de 25kg. Con los maravillosos paisajes de Rocky Mountains, y partiendo de una base que fijé a los 3000 metros de altura, salía en las mañanas a entrenar, con el peso a cuestas, hasta llegar a los 4000 metros, para luego descender y prepararme a subir nuevamente. Tarea no muy diferente a la de Sisifo en su mito. Fue un régimen de entrenamiento intenso y penoso pero tenía la convicción de que si quería ser una escaladora del Himalaya tenía que ser más fuerte que mis más desenfrenados sueños. Contaba con que mis genes colombianos eran los de una indígena fuerte, obstinada y decidida; me inspiraba en que la escalada era la continuación de los esfuerzos alpinistas de mi tía, y me animaba el orgullo de representar a las mujeres de mi país en las montañas más altas.

El crecer en medio de las bellas y elevadas cordilleras colombianas, sin darme cuenta, me preparó para el arduo trabajo de emprender una ruta en los Himalayas. El Alto de la Cruz en la región del Fresno, Tolima, es la primera montaña que recuerdo haber escalado. De pequeña, con mis compañeras de colegio, llegábamos al tope y disfrutábamos del paisaje. Aunque me tocó usar botas ortopédicas desde cuando aprendí a caminar, ese trayecto me reveló con certeza que mis piernas, a pesar de sus imperfecciones, me llevarían a cuanto lugar yo decidiera. Recuerdo que usar zapatos diferentes a los de las demás me obligaba a soportar las burlas y chistes de las otras niñas. Ahora, cuando estoy en las montañas luciendo mis gigantes botas plásticas de montañismo, con crampones de escalada, siento el poder inmenso de usar zapatos diferentes a los de los demás.

El 16 de octubre de 2006 me encontré con mis compañeros de escalada en el vestíbulo del Hotel Tibet en Lazimpat: 5 hombres neozelandeses y un australiano. Inspeccionamos el equipo y comida y revisamos el plan de escalada: la “Ruta Sur Occidente”. Las expediciones al Himalaya requieren mucha planeación, permisos del Gobierno y estrategia, además de un grupo de sherpas, una casta dedicada al servicio de las montañas. Algunos son cocineros y se aseguran de que los servicios del campamento base estén aprovisionados y listos; otros son alpinistas que escalarán con nosotros y nos ayudarán a preparar las cuerdas y la montaña para el ascenso.

Empezamos la expedición con un vuelo muy corto, en un avión pequeño, de Katmandú a Lukla.

Una vez allí, recogimos el equipo y distribuimos lo que cada uno iba a cargar y aquello que los porteadores llevarían hasta el campamento base. La ruta nos llevó a Phakding, sendero de descenso recorrido por los locales y turistas que se dirigen al campamento base del Everest. Es una escalada popular entre los viajeros de todas partes del mundo que desean experimentar un poco lo que sería una expedición al Himalaya. Después ascendimos a Namche Bazar en donde dormimos dos noches, iniciando así nuestro proceso de aclimatación, parte importante de cualquier escalada en altitudes, que permite progresivamente al cuerpo acostumbrarse a la falta de oxígeno. Namche Bazar, a 3440 metros, es un pueblo bullicioso en donde los tibetanos, nepaleses e hindúes se reúnen a intercambiar comida, mercancías y elementos para la vivienda.

Hicimos una caminata de aclimatacion hasta Khumjung, poblado de donde son la mayoría de los sherpas. A 3790 metros, Khumjung está ubicado en un valle rodeado por altas montañas y tierra muy árida. Por el camino divisamos por primera vez a Ama Dablam, con Everest, Lhotse y Nuptse en el fondo. Ama Dablam lucía imponente, bella, seductora. Sentí su magia instantáneamente. Muchas emociones pasaron por ni corazón y por mi mente. No podía creer que yo estaba allí... avanzando hacia un sueño. Les pedí a los dioses de las montañas fortaleza y humildad para acercarme a ellas con respeto. Desde mis inicios como alpinista aprendí de mi tía Vicky que las montañas deciden si permitirán que uno las escale. Esta es una de las razones por las cuales escalo con neozeiandeses, porque son personas que respetan las montañas y reconocen sus poderes sanadores.

De izquierda a derecha Everest, Nuptse Lhotse

Continuamos nuestra ruta a través de Thyangboche y Pangboche y llegamos al campamento base del Ama Dablam el 24 de octubre. El campamento está ubicado a 4650 metros en la base de la montaña. Se hablan muchos idiomas y las múltiples carpas coloridas están habitadas por escaladores de diferentes nacionalidades. Escuché a unos españoles y corrí a saludarlos. Ellos habían suspendido su expedición debido al soroche y a la extenuación. Por primera vez me sentí inquieta y una minúscula nubecita de duda ensombreció mi entusiasmo. Miré hacia la montaña y alcancé a ver cinco punticos que se movían lenta y difícilmente muy cerca de la cima. E hice conciencia de que sería yo quien estaría allí en los próximos días. Tengo que mantener mi mente bien enfocada y concentrada, me dije. Hasta ese momento me había aclimatado sumamente bien. Me sentía fuerte y poderosa.

Subimos al Campamento Base Avanzado (a 5150 metros) y después al Campamento uno (a 5400 metros) a través de un área de rocas enormes y desfiladeros peligrosos. Esta sección de la escalada fue especialmente difícil para mí. Trepar las rocas cargando un morral muy pesado fue una tarea ardua para mis cortas piernas. Mientras que mis compañeros escaladores volaban a través de este lugar, mi contextura de 1.59 mts. tenía que trabajar intensamente. Cuando llegué al Campamento 1 estaba increíblemente deshidratada y exhausta; me metí en la carpa y me quedé dormida inmediatamente. Mi compañero de carpa me despertó varias veces durante la noche para hacerme tomar un brebaje de electrolitos y me forzó a comer varios alimentos con carbohidratos. Uno de los efectos de la exposición a la altura es la falta de apetito. No podía ni siquiera tolerar el sabor del chocolate, mi golosina preferida.

El siguiente día, mientras mis compañeros iban a una escalada de reconocimiento, yo me quedé en la carpa. Si quería seguir escalando debía recuperarme totalmente; hidratarme y comer suficientes alimentos para recobrar la energía perdida en el área de desfiladero. Tumbada, sucumbiendo en la carpa, me vi ante una encrucijada abrupta: desistir o continuar. Estaba tan extenuada, que la idea de levantarme para intentar escalar la parte más difícil y técnica de la ruta me hizo refunfuñar. Tomé el teléfono satelital y llamé a mi casa. Mi mamá me contestó y me expresó cómo se sentía de orgullosa, y cómo muchas personas estaban siguiendo mi escalada a través del Internet. También me habló de los muchos mensajes de correo recibidos, aún de personas que escasamente conocía, que estaban apoyando mi sueño. Casi ni pude hablar; me sentía avergonzada de admitir que estaba contemplando la posibilidad de retirarme. Pensé que mi cuerpo me estaba haciendo una jugada muy cruel.

Después de colgar el teléfono me di cuenta de lo calurosa que estaba la carpa. Noté que el sol había salido y que el día estaba fresco, alentador. Me desvestí y me quedé en ropa interior. Miré mi cuerpo, las piernas cortas que había maldecido la noche anterior, y pensé en las muchas mujeres que habían estado en las montañas antes que yo; en las dificultades que habían tenido y en cómo habían encontrado la fortaleza dentro de ellas, sin siquiera saber que la tenían. Me pregunté si yo era una de esas mujeres... La única respuesta que pude encontrar fue que yo era una mujer colombiana pequeña y obstinada, razón suficiente para comer e hidratarme hasta que mi cuerpo estuviera listo para continuar la escalada. Me reí muy fuerte y cobrando fuerzas empecé a derretir nieve en la estufa y a alistarme para el más gran de convite de electrolitos y carbohidratos; y por supuesto, también de chocolate. Mi mente estaba mostrando su poder sobre mi cuerpo... Me sentí invencible.

Foto de Mark Sedon.

Cuando mis compañeros regresaron yo había regresado también a mi propio ser. Al día siguiente continuamos hacia el Campamento 2 (a 5750 metros). El campamento está sobre un pico de roca con un panorama imponente del Valle del Khumbu. En este punto los efectos de la altura comenzaron a evidenciarse más. Todos teníamos problemas serios para dormir. En el momento en el cual cerré mis ojos empecé a ver el desfile del Carnaval de Río alrededor de la carpa, con garotas y hombres tocando las maracas. Le conté a Steve, mi compañero de carpa, y lo único que a el le interesaba era saber si las garotas estaban con el torso desnudo. Nos reímos un poco. Luego escuché el perro de mis vecinos de Atlanta ladrando. ¡La exposición a la altura y la demencia bien pueden ser la misma cosa!

El primero de noviembre ascendimos al Campamento 3 (a 6230 metros) a través de una arista empinada y de la famosa Torre Gris: una escalada mixta de hielo y roca, considerada la parte crucial de la ruta. Más adelante, un deslizadero de hielo con tres inclinaciones, seguido por otro paso largo de roca y una estría en forma de hongo. Después de armar el campamento nos empezamos a preparar para el impulso hacia la cima. El tiempo se estaba cerrando y la temperatura bajaba rápidamente. Parecía que se estaba acercando una tormenta por el sur oriente.

Despertamos hacia las 5:00 a.m. con una temperatura de diez grados centígrados bajo cero y vientos fuertes. Desayunamos cereal caliente, té, y demás bebidas y barras energéticas. Hablamos muy poco. Nos pusimos todas las capas posibles de abrigo, las botas, los crampones y gorros. Nuestra meta era llegar a la cima no más tarde de la 1:00 p.m.

Iniciamos la ruta a las 7:30 a.m. con uno de nuestros sherpas abriendo camino sobre la nieve fresca que había caído la noche anterior. Delante de nosotros había varias inclinaciones de hielo de 70 a 80 grados. Me sentía realmente fuerte y concentrada asegurándome de que mis crampones pisaran el hielo adecuadamente y mis herramientas estuvieran firmes en la ruta.

La visibilidad era muy limitada y la tormenta que venía estaba poniendo en riesgo nuestro intento de llegar a la cima. Y esta era nuestra única oportunidad.

Hacia las 10:00 a.m. tomamos un descanso sobre el Dablam, el hielo colgante que da en parte el nombre a la montaña. El tiempo estaba aclarando un poquito y el sol trataba de brillar por entre las nubes densas. Decidimos continuar después de comer y tomar líquidos, acumulando suficiente energía para un ascenso contínuo hacia la cima. Trataba de no mirar hacia arriba o hacia abajo para no frustrarme con el progreso lento. Me concentre en secciones de ascenso de 3 a 4 metros intentando mantener la cadencia de mi respiración y mi corazón. En estas alturas el movimiento se convierte en una danza rítmica, lenta, Zen. La paciencia y la concentración, mas el manejo del dolor físico, son virtudes fundamentales. El silencio en la montana es interrumpido por el sonido punzante de los crampones entrando en la nieve y el golpe rítmico de las herramientas de hielo. El viento es a veces arrullador pero también desconcertante.

Louis Kosztelny fue el primer escalador que llegó a la cima; yo fui la segunda, a las 12:20 p.m., el 2 de noviembre de 2006. Respirando con dificultad me desamarré de las cuerdas fijas de la ruta y caminé hacia las banderas de oración budista que marcan la cumbre del Ama Dablam. No podía ver más allá de 2 metros por la blancura espesa, pero la certeza de estar en la cima de mis sueños me sobrecogió.

Me arrodillé y saqué la bandera de Colombia de mi morral; las lágrimas comenzaron a inundar mis ojos y mi corazón latía rápidamente embargado por la felicidad. Sonreí a la cámara de fotografía mientras orgullosamente sostenía la bandera de Colombia, el tricolor que me dio el empujón que necesitaba para llegar a la cumbre. Luego saqué del bolsillo izquierdo de mi chaqueta un pedacito de tela roja; lo presioné contra mi corazón y lo solté para que el viento se lo llevara... Había cortado este retacito de la camiseta de escalada favorita de mi tía... Ahora ella también estaba en la cima de sus sueños.

Claudia López, periodista y fotógrafa radicada en USA. Estudió en Fresno.

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