Portada segundo número de la revista

Número 2

Contenido

Correo del lector

Yuldama el joven conquistador

Entrevista profesor Guzmán

Fresno: un centro cultural en el corazón de Colombia

Homenaje a Anibal Henao

Claudia López, de los Andes al Himalaya

Herveo, un embrujo entre montañas

Mirando al pasado

Un cultivo promisorio

Betania, una vereda con historia

Crónica social

Cargueros, arrias y caminos

El joven conquistador

Por: WILLIAM OSPINA

Gonzalo Jiménez de Quesada, conquistador del tercer reino más grande del Nuevo Mundo, la nación de los muiscas en la Sabana de Bogotá, había visto la luz en Córdoba de Andalucía en 1509. Su padre era juez, y había sido destinado a Granada, la hermosa ciudad que reconquistaron los cristianos en 1492, después de ser por siete siglos el corazón del reino de los moros.

El pequeño Gonzalo fue a reunirse con su padre en aquella ciudad de palacios adornados con poemas árabes, patios con leones de piedra, columnas exquisitas y canales de agua que consolaban a los sultanes de grandes turbantes del recuerdo del desierto africano. Mientras su padre aplicaba la ley sobre los moriscos, también el joven se inclinó por el derecho y más tarde se licenció en leyes en Salamanca. Su afición a los litigios y los procesos parecía prometer que gastaría la vida en los tribunales de España, pero el gusto por la vida disipada y la pasión por los trajes lujosos, la tendencia a la ostentación y al derroche le exigían oro a manos llenas, y la sed de riqueza se apoderó de su vida de tal manera que, a pesar de su vocación de letrado, cayó en la tentación de hacerse aventurero en las Indias.

Tenía 26 años cuando Pedro Fernández de Lugo, gran señor de las islas Canarias, compró los derechos para ser gobernador de Santa Marta, donde el fundador Rodrigo de Bastidas había muerto a manos de sus propios hombres. Lugo ofreció al licenciado Jiménez de Quesada ser Justicia Mayor de su expedición, y el joven jurista viajó con la flota imponente que había fletado el viejo Fernández, convencido de que encontraría en las Indias una gran fortuna.

Al llegar, sin embargo, los aventureros comprendieron que las costas del Caribe, a la sombra de la Sierra Nevada, habían sido arrasadas y despobladas por los conquistadores previos. Los indios habían abandonado sus cultivos y se habían replegado hacia la sierra y hacia las selvas más allá de la ciénaga. Si los recién llegados querían riquezas tendrían que explorar el interior del continente, una jungla desconocida

poblada por naciones indómitas. Allí se reveló la tenacidad y la ambición de Gonzalo Jiménez. Aceptó el cargo de teniente de gobernador, con la misión de viajar tierra adentro en busca de las fuentes del Magdalena, el río inmenso bordeado de selvas que desemboca a unas leguas de la bahía.

En cinco bergantines se embarcaron más de trescientos hombres, y otros trescientos avanzaron con caballos y perros por las orillas salvajes del río. Los hombres, los perros y los caballos fueron de tal manera alimento de los caimanes de la orilla, de los jaguares de la selva, de las enfermedades, el clima, las serpientes, los insectos y las flechas envenenadas, que al llegar a la región de las Barrancas Bermejas, de seiscientos que partieron sólo ciento setenta hombres casi sanos quedaban para emprender el ascenso por las montañas. Iban en busca de un reino de tierras altas que les anunciaron bajo el tormento los barqueros indígenas de la selva fluvial. Menos de un centenar, entre enfermos llagados, palúdicos, emponzoñados, enfermeros y soldados custodios, quedaron en los bergantines, que se habían cambiado en una suerte de hospitales flotantes, entre el asedio de los caimanes, el griterío de los monos por las arboledas y un vuelo crepuscular de murciélagos y de buitres.

Dos mil metros arriba, en la fría sabana, una nación inmensa de hombres y mujeres adornados de oro estaba dividida en dos mundos: el reino solar de los muiscas de la sabana oriental, gobernado por los zaques de Hunza, o Tunja, y el reino lunar de los muiscas de la sabana occidental, gobernado por los Zipas de Bacatá. Los hombres del sol de Tunja se rindieron al hierro y al perro al cabo de un ario, vencidos por el temor que les inspiraban las bestias enormes armadas con espadas y truenos, pero los hombres de luna de Bacatá resistieron dos años más, en batallas que sólo terminaban para volver a empezar, en una llanura de poblados dispersos, pero también de grandes bosques de robles llenos de venados, hondas sementeras de maíz florecido, y montes más altos y negros llenos de niebla y de embrujos.

Fueron muchas las hazañas y las penas de los ejércitos, muchos los robos y los crímenes, y muchos los hechos memorables, como la perdición del templo del sol de Sugamuxi, un palacio tejido con troncos de guayacán traídos por los muiscas desde las llanuras orientales. Los saqueadores nocturnos entraron en él ávidos de los adornos de oro, dejando en la embriaguez del robo las antorchas abandonadas por el suelo, de modo que el templo ardió sin remedio durante meses y meses hasta consumirse por completo.

Después de asedios y acechanzas, de asaltos y retiradas, de avances y persecuciones, las tropas de Jiménez dieron con la plaza fuerte del zipa Tisquesusa en las vegas de Cajicá, y más tarde con su casa de monte en las laderas de Facatativa, donde lo sitiaron varios días y fueron diezmando a la tropa indígena que lo protegía. En un atardecer, cuando ya sucumbía la guardia, el zipa logró escapar por un postigo falso y ya se perdía en las sombras cuando un soldado español que ignoraba quién era aquel indio cubierto por una manta finísima, lo hirió con su lanza para robarle la manta, y después, entusiasmado por la prenda, lo perdió de vista. Tisquesusa murió solo en la montaña, y apenas más tarde el mensaje de los buitres les reveló a los hijos de la luna dónde estaba su rey.

Atraídas por la leyenda de una ciudad de oro junto a las altas lagunas, otras dos expediciones cabalgaban hacia la Sabana. Por las planicies del país de los panches, en el valle del Magdalena, las tropas lujosas de Sebastián de Belalcázar, que habían saqueado el norte del imperio Inca y habían fundado a Cali y a Popayán en las orillas del río Cauca; y por los montes del amanecer, viniendo de los llanos inundados y de las selvas de Maracaibo, la tropa de los alemanes dirigida por Nicolás de Federmán, tan hambrienta y confundida como la de Jiménez de Quesada, pero por ello mismo dispuesta a toda violencia y a todo crimen para sobrevivir.

Los tres ejércitos estuvieron a punto de disputarse por las armas el poder sobre la sabana riquísima, pero allí entró en acción la elocuencia del estudiante de Salamanca, que no sólo sabía leer y escribir, y conocía los códigos y la literatura de los clásicos, sino que sabía salpicar su conversación con frases de eruditos y con versos de los romances de frontera, de modo que los tres recios capitanes aceptaron el desafío de viajar a España y dejar que fueran los tribunales de la corona los que decidieran a quién le correspondía el gobierno del Nuevo Reino.

Se repartieron las riquezas obtenidas en el pillaje, arrebatando a los nativos sus pectorales y sus narigueras, sus pendientes y sus cascos, sus brazaletes y sus diademas, sus objetos ceremoniales y sus ofrendas sagradas, una colina de oro que sin embargo no disipó la sospecha de que Tisquesusa había escondido su principal tesoro. La leyenda de ese tesoro creció con los días, porque los indios contaron que el rumor de que venían ejércitos invasores había llegado a la Sabana desde años atrás, y le había permitido al zipa embalar sus grandes piezas de oro, sus vasos y sus ofrendas. Los indígenas habían cubierto el territorio de caminos de piedra, así que los mensajeros y los encargados de intercambiar productos iban de una región a otra por rutas muy rápidas. Panes de sal de la Sabana y piezas de la orfebrería ceremonial de los muiscas llegaban hasta los lejanos habitantes del imperio inca, de modo que a pesar de las distancias había entre los pueblos nativos buena comunicación.

No era extraño por ello que pasados casi veinte años desde la caída de Moctezuma en manos de Hernán Cortés en el valle del Anahuac, y transcurridos más de cinco de la captura de Atahualpa bajo el granizo de Cajamarca, en el Tihuantinsuyo, la noticia de aquellas catástrofes hubiera advertido a los reyes de la sabana de Bogotá del peligro que se acercaba, y un tesoro inmenso hubiera sido escondido en alguna caverna de los montes o de los páramos. Todo aquello le pertenecería al que lograra convertirse en gobernador de la meseta recién conquistada.